El día del padre y sus cositas...


Estaba yo este día pasando de rositas, más o menos en silencio, porque es lo que me ha tocado siempre, callandito, callandito, y pintando el cenicerito...
Pero he recordado algo que me ha removido.
Mi padre murió cuando yo tenía 6 años.
Cuando cumplí 33 fui para siempre más vieja que él.
Como tengo bastantes más, resulta que en aquel tiempo todo esto pintaba mucho peor.
Los hijos de la viuda.
Ya les dio la viuda pa'l pelo a los que creyeron que podían hacer leña de ella.
Pobrecitos.
Sin un padre.
Sin la autoridad.
(JA!)
Los recuerdos como las olas:
Una ola y esta niña pintando un cenicero.
Otra ola y esta niña pintando una corbata.
Otra más y esta niña delante de los mil anuncios que intentaban resaltar con fosforito su falta.
Pero nunca me faltó mi padre.
Porque tenía a mi madre y bastaba.
Ellos decían que no, que no era suficiente.
- Mi madre no fuma.
+ Es para tu padre.
- Mi padre está muerto, ya no fuma.
+ Pues para tu abuelo.
- Mi abuelo bebe mucho y nos grita, no quiero regalarle nada.
+ Pues para tu vecino, niña!
- Mi vecino ya tiene a sus hijos. Yo quiero regalar a mi madre, y mi madre no fuma.
+ Pues esperas al día de la madre.
"Tu madre es madre y padre"
Mentira. Mi madre es madre y es más que suficiente.
"Tu padre estaría orgulloso"
Mentira. Mi padre era muy suyo y discutiríamos bastante.
"Necesitas un padre"
Mentira. Lo necesitaba cuando estaba, pero no lo necesité después para nada.
Se puede amar sin necesitar.
Sin bucear mucho más, más por desgana que por falta de aire, todo ese humo gris.
Y el año pasado peleando en la escuela infantil de mi hijita, para que no le hagan creer que necesita lo que no tiene.
Señalando siempre la "falta" y no la abundancia.
A mis hijas no les falta NADA.
Han nacido en el seno de una familia de fuertes mujeres.
Mujeres que saltaron por encima de las ausencias.
Las inevitables y las que se torcieron.
Como gacelas fuertes y ágiles.
Por encima del fuego y las cenizas.
Sobre los que perecieron y sobre los que no alcanzaron la altura necesaria para mirarlas a los ojos.
No hubo nunca espacio para las ausencias.
Nunca agujeros vacíos.
Pero ellos insistían.
Y la niña que pintaba el cenicero pensaba en su compañera de clase y en su padre recién fallecido de forma terrible.
En sus compañeros mellizos que nunca conocieron a su padre.
En la niña del fondo que vivía con sus abuelos.
En los niños del portal de al lado y las mil formas que aprendieron de maquillar los excesos de su padre.
En la niña de la que hablaba la tv que no quería quedarse a solas con el suyo, y al final...
Si hubiésemos tenido un día de la tribu.
De la familia.
De quienes te quieren y te cuidan.
Sin más.
Sin subterfugios ni trucos ni malabares.
Sin tachones.
Igual todo ese silencio se habría sembrado de sonrisas.
Exento de humos nocivos.
De cenizas y ceniceros.

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